Mes: enero 2016

7 años y qué sé yo – Un Homenaje

Siete años desde que no te veo. 7 años. Demasiados como para contar los días sin calculadora o enumerar las vivencias acumuladas sin haber mantenido algún diario. En siete años se superan muchas cosas: se superan desamores, desilusiones, resacas, fracasos, amistades. En siete años se hizo la universidad –prolongada– y se consiguió un empleo. En siete años pasa de todo; pero ya supe llegar a la conclusión de que en 7 años, ni pasaste ni te superé.

 

Por eso, mientras se supone que trabajo, cerré las cortinas de la oficina y puse algo de Johnny Cash para ver si se me permite pensar en la melancolía que solo el country rancio y la voz de cigarrillo nos regala, a veces. Quedé viendo el techo, sin saber qué buscaba.

 

¿Cómo no me regalaste una sonrisa más? –me dije– para saber cuándo, dónde, con qué intensidad y en qué dirección reírme si lo necesito. Necesito una torcedura de ojos o una puteadita más, para ver si termino de aprender a diferenciar un comentario imprudente de uno pintorezco y picante. ¿Tanto cuesta que, aunque sea en sueños, se te salga una lágrima más? tengo 24 años –camino a 25– y llorar como un hombre no me sale elegante y tierno como a vos. Necesito tu lección. Vení guiñame un ojo y payaseá en el Súper, no terminé de captar cuál es la línea entre alegrar a mis niños –como vos lo hacías conmigo– y asustar a los extraños. Vení, vení enseñame, vení mañana y pasado, que no se te acabe la lección –le gritaba al techo con los ojos vidriosos y la garganta partida–. ¡Vení que no sé cómo es esta mierda de ser grande!

 

Pero yo, como cualquier personaje caricaturezco del Cartoon Network de la vida, a como le hablo al techo, me contesto haciendo el papel de cielo raso; e, imitando una voz muy parecida a la que supongo que tendría un techo blanco e iluminado, me digo a mí mismo:

 

Amigo mío. Sí, vos, el que quiere llorar en el trabajo. No puede volver alguien que nunca se ha ido. ¿No ves que cada sonrisa tuya a los demás es una fracción de la sonrisa de tu abuelo para vos? Sonreís como él, dejando ver pocos dientes y tirando la cabeza para atrás, haciendo desaparecer tus ojos.

 

Además, torcés los ojos como él, dejando ir una pedrada incapeable, ahorrándote el disimulo.

 

Tu llanto es insonoro, disimulado. Él sentía la misma vergüenza de llorar que sentís vos ahorita, por eso se iba al baño y nunca salía en las fotos. Vos lo notaste porque, al igual que vos, él nunca fue bueno escondiendo la alegría o el dolor.

 

¿Las payasadas? Son las mismas. Los niños te adoran y no es por tu linda cara, baboso. Yo sé que bailás salsa en el súper para apenar a tu hermanita y que le pegás gritos a tu sobrinita para que se ría y, como vos en otros tiempos, siempre termina llorando.

 

Amigo, vos sabés ser grande tanto como él lo sabía a tu edad. Y, te dejo con un secreto, ningún adulto sabe ser adulto, todos apretan todos los botones y cruzan los dedos para lograr sentirse completos.

 

Y entonces lo supe: nadie se va. Mi sonrisa, mis muecas, mis miedos y ambiciones no son producto del aire o de algún sermón de algún otro techo. Mi sentido del humor, mi ceño fruncido, mi miedo a las mariposas o mi gusto por la cerveza. Lo tengo en mí.

 

Y no sólo me acompaña en mí mismo –yo sé que suena raro–, sino que me abraza desde afuera:

 

Las olas del mar que bañaron sus pies y en que viajan sus cenizas.

El olor de su perfume que, de vez en cuando, se proyecta en algún otro gordo de mediana edad.

El viento que despeinó su pelo y ahora seca el mío.

El sol que lo despertó en las mañanas y ahora insola mi espalda.

La luna que lo vio soñar de niño y me ve beber de adulto.

Los ladrillos de la casa en la que vivió y aún visito cuando puedo.

Los labios de mi abuela, que lo besaron en la boca y a mí me besan en la frente.

 

Y es que en mis miedos están sus miedos, en mis rencores siento los suyos; sus sueños cumplidos serán los míos, sus próximos fracasos los cometeré yo. Que me perdone si lo decepciono, porque he sentido sus palabras cada vez que lo he hecho sentir orgulloso.

 

Veo su risa en la de mi sobrina, siento sus manos en las de mi hermana. Oigo su voz en la de mi hermano, lo veo tardeando su sala con la misma sonrisa y la misma plática con la que mamá tardea la suya. Veo sus ojos en los ojos de mis niñas, que ven con júbilo a mis pobres ojos que se disuelven en lágrimas.
No son lágrimas de las que lloran una pérdida, jamás. Son lágrimas de las que celebran una vida.